En 2011, cuando exploraba el litoral de Los Ángeles con un robot de aguas profundas y el sónar empezó a mostrar una secuencia de puntos, una especie de constelación, el bioquímico y oceanógrafo David Valentine supo de inmediato que aquello no era un hallazgo común.

Pero no fue hasta que el sumergible a control remoto descendió hasta los casi 1 mil metros de profundidad y empezó a recorrer el lecho marino que su cámara pudo captar con claridad de qué se trataba.

Eran barriles, decenas de ellos.

Por su aspecto corroído, llevaban décadas ahí, a escasos 19 kilómetros de una costa frecuentada por pescadores, buzos y surfistas. Justo a medio camino entre la península de Palos Verdes y la isla Santa Catalina, corredor natural de ballenas, delfines y leones marinos.

“Teníamos cierta sospecha de qué podía haber allí abajo”, dice Valentine, quien es profesor en el Instituto de Ciencias Marinas de la Universidad de California en Santa Bárbara (UCSB, por sus siglas en inglés), a BBC Mundo.

“Lo que no previmos fue el desenlace que (aquel descubrimiento) iba a tener”.

El vertedero de aguas profundas está a apenas 19 km de la península de Palos Verdes.
Es que aquella indagación llevó a otras, de su equipo y de científicos de otras instituciones y agencias del gobierno, que en los siguientes 13 años fueron arrojando luz —y renovando la preocupación pública— sobre un pasado no tan lejano en el que se usó el océano como vertedero de desechos industriales.

Y cada inmersión, cada nuevo análisis de muestras y revisión de documentación que —para frustración de generaciones de expertos— había pasado décadas en el cajón, trajo un nuevo giro de guión en la oscura trama.

El último: la evidencia, recogida en la investigación del equipo de la UCSB liderado por Valentine publicada en febrero, que apunta a que los barriles podrían albergar compuestos radiactivos de baja intensidad.

Bidones que los científicos calculan ya por miles. Incluso hablan del medio millón.

Antes de que los científicos empezaran a indagar las aguas profundas del sur de California, era ampliamente conocido que desde inicios de 1930 y durante décadas en la zona se vertieron –y a gran escala– todo tipo de sustancias con el objetivo de deshacerse de ellas.

Eran tiempos del lema dilution is the solution to pollution (“la disolución es la solución a la polución”), en los que se creía que el mar, en su vastedad, podía diluir hasta el más peligroso de los contaminantes hasta hacerlo desaparecer o, al menos, volverlo inocuo.

“En el proceso de desempolvar registros viejos se descubrió que en ese área y en otras 13 frente a la costa sur de California se desecharon, con el conocimiento y el permiso de una serie de agencias gubernamentales, subproductos de refinerías, residuos químicos y radiactivos, basura y hasta munición”, le dice a BBC Mundo John Chesnutt, representante de la Agencia de Protección Medioambiental (EPA, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos.

Así se operó hasta que en 1972 entró en vigor la Ley de Protección e Investigación de Santuarios Marinos (MPRSA), también conocida como Ley de Vertidos Oceánicos.

“Es extremadamente abrumador”, un volumen de desechos tal que cuesta hacerse a la idea, reconoce Chesnutt, ilustrándolo con los 3 millones de toneladas métricas de derivados del petróleo que acabaron en esas aguas.

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